“Las personas quedan fascinadas”, explica Duver Vides con una sonrisa notable cuando se le pregunta por el impacto de su nueva odisea ambiental. El orgullo por el trabajo realizado queda patente, pero también el esfuerzo y la inversión de tiempo. En el cultivo que nos señala con una mano alzada, refulgen por su color y su olor los pepinos y berenjenas, así como el orégano, la limonaria y el cilantro.
Hace tan sólo unos meses, el ingeniero ambiental iniciaba un proyecto de huertos comunitarios de final improbable en la costa Caribe de Colombia. La experiencia ganada durante su acción de conservación de árboles le había insuflado ganas de lanzarse en un nuevo desafío, y aunque el conocimiento en ese campo era escaso, Duver no se amilanó. Ésta era una oportunidad imperdible para transformar Valledupar: una ciudad que, además de ser capital mundial del vallenato, ahora puede pretender a algunos reconocimientos a nivel ecológico.
Todo nació de una propuesta que le llegó directamente del Servicio Forestal de los EEUU. La labor realizada previamente con la asociación ProArbol, en la que debe resaltarse una defensa airosa de un túnel de árboles nativos y la concientización de toda una comunidad sobre la importancia de los árboles urbanos, fue elemento suficiente para comprobar el compromiso y la voluntad de este colectivo conformado por jóvenes ambientalistas.
––Recibimos de manera muy positiva esta invitación ––explica el ambientalista––, y arrancamos en el colegio Leonidas Acuña, un colegio que cuenta con un área suficiente y donde ellos habían dado ya unos primeros pasos.
El rector de la institución, Rafael Murgas, supo apreciar los beneficios de semejante proyecto: una actividad educativa que implica a familias, docentes y la comunidad, daría vida a una buena parte del terreno del colegio y fortalecería el sentimiento de pertenencia.
En julio del año 2017 el proyecto arrancó con fuerza, pero siempre de la mano de un profesional. El saber del ingeniero agrónomo, Rafael Ramírez, alumbró los primeros pasos del colectivo en temas de producción de hortalizas, producción de abono, y sistemas de riego. Esto motivó desde un principio a los participantes ya que percibían la asesoría de un profesional.
––Él nos habló sobre la selección de las hortalizas adecuadas para la región y el clima, todo el proceso desde la germinación hasta la siembra, el control de plagas ––comenta Duver––. Toda esa asesoría nos ha dado a nosotros, y me incluyo también, mucho conocimiento.
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Un proyecto de huertos comunitarios requiere siempre un mínimo de preparación, pero también un lugar estable donde desarrollar diferentes cultivos y las personas que se comprometan con las labores semanales.
––Lo importante es convocar varias personas que sientan ese interés, que les nazca, que tengan el deseo de conocer, y aprender a cultivar ––sostiene Duver.
Las cosas se complican cuando es la primera vez que se realiza un proyecto de este tipo. El temor a manipular la tierra, la falta de ejemplos eco-sostenibles en la región, o la poca paciencia ante el crecimiento de las hortalizas puede ser un freno para muchos. También puede ser fuente de desmotivación para quienes lideran proyectos ambientales, pero Duver lo percibe de otra manera. “Lo veo como un arte para aprender a producir sus alimentos. Somos pioneros en esta ciudad, es un proyecto piloto donde vas a encontrar muchas dificultades, y por eso vas tomando nota de todas las cosas que se presentan en el camino”.
En esas situaciones, la socialización es una herramienta ineludible. El colectivo ProArbol ya tiene una gran experiencia en el barrio San Fernando de Valledupar, tras encabezar la campaña de defensa de un corredor de árboles urbanos ubicado a lo largo del canal Panamá. Sin embargo, aquí el reto es distinto. Se trata de animar a la gente a trabajar físicamente durante semanas en un proyecto que puede parecer abstracto. Pedir un compromiso de este tipo, asusta muchas veces a las personas. De eso Duver Vides estaba consciente.
“De pronto había personas que nunca habían sembrado en su vida y estaban con esa expectativa ––describe el ambientalista––. En la medida que fuimos construyendo, haciendo el cerramiento, y otras actividades en conjunto, se fueron sumando poco a poco más personas. La acción comunal del barrio San Fernando y otros líderes de la comuna 2 se fueron acercando, se vincularon al proyecto.”
La clave de todo fue la producción. Con las primeras cosechas, el tejido social y la ilusión se consolidaron. De repente, los participantes veían que sus esfuerzos tenían una repercusión positiva en el entorno y en sus vidas. Podían llevarse las hortalizas a casa, presentarlas con orgullo y compartirlas con sus familiares. Ya podían apreciar el ahorro realizado y, por qué no, incitar a otros a cultivar.
Por ese motivo se seleccionaron específicamente hortalizas con ciclos cortos de producción. Cuanto más cortos, mejor. Los rábanos listos en 30 días, y los pepinos o berenjenas entre 45 y 60, marcaban un inicio promisorio. También lo hicieron el fríjol de cabecita negra, el maíz, el cilantro, el pimentón, y plantas aromáticas como el orégano, tomillo, o la limonaria. ––Cuando ven el fruto, eso les causa una alegría enorme –comenta Duver––. Se llevan ese fruto con gusto, y se animan a seguir produciendo y a comer de forma saludable y nutritiva.
Las actividades se organizaron por semana y en esos días se asignaban tareas a distintas personas. El ejercicio arrancó con la instalación de cerramiento, luego siguió con la preparación del suelo (lo más arduo), el control de maleza, el riego y el acompañamiento paciente.
Algunos de los colaboradores no podían entre semana, pero apoyaban los sábados y domingos. Es el caso de varias madres que, por sus ocupaciones, preferían disponer del sábado para intervenir en los cultivos. De esta misma manera se fueron involucrando líderes comunitarios, miembros de las juntas comunales, estudiantes jóvenes, alumnos del colegio y profesores.
––Desde un principio quedó establecido que se trabajara de manera comunitaria para asegurar la seguridad alimentaria de las comunidades ––manifiesta Duver Vides––. No hay pago en efectivo, entre todos se comparte la producción y los excedentes se entregan a otros miembros de la comunidad.
Las dificultades que aparecen en el camino también tienen su importancia. A medida que se presentan se puede medir la motivación de los participantes, su capacidad para prevenir las peores calamidades y voluntad de trabajar en equipo. Uno de esos desafíos fue el traspaso de los cultivos indirectos –aquellos que se realizan primero en un germinadero, bajo una polisombra (como suele ocurrir con el pimentón o el cilantro hasta que llegue a los 10 o 15 centímetros)–. En esta ocasión, un brote de plaga se percibió en algunas plántulas ocasionando una cierta preocupación, pero la situación pudo controlarse a tiempo.
––Cuando vimos ese primer ataque voraz, pensamos que íbamos a perder esa siembra ––reconoce Duver Vides––, pero, no. Se logró controlar a tiempo y eso fue el momento más crítico que vivimos.
El apoyo del programa de microbiología de la UPC ha resultado de máxima importancia. Gracias a él, el colectivo de ProArbol pudo beneficiarse de una asesoría en cuanto a prevención de plagas y de un abono orgánico (al que se le aplicó un hongo tricoderma para el control natural de organismos invasivos).
En un futuro cercano, Duver prevé que se apliquen más controles orgánicos, e incluso proyecta el uso de controles físicos (como los espantapájaros, pero mejorados) o la aplicación de estrategias como la alelopatía que permite prevenir las calamidades intercalando en los cultivos algunas especies (como el ajo) que ayudan a expeler los parásitos.
De momento, el director celebra la suerte del proyecto: “Gracias a Dios, no hemos sido azotados vorazmente por las plagas, ni nada de eso”.
Los números que adelanta Duver son esperanzadores. Entre los meses de noviembre a diciembre, se ha cosechado aproximadamente 120 kilos de pepinos, y 100 kilos de berenjenas lo que, según los cálculos de ProArbol, equivale a un beneficio directo para 50 familias.
––El dinero que antes dedicaban a hortalizas ya se lo están ahorrando ––sostiene Duver Vides––, y lo están invirtiendo en otros elementos para su nutrición como la leche o los huevos.
Por encima de todo está la transformación social que subyace a cada etapa del proyecto. Cada esfuerzo emprendido resulta en una extensión apacible y beneficiosa del tejido social, nuevos encuentros entre vecinos, nuevas oportunidades educativas, invitaciones y recomendaciones para conservar y expandir el conocimiento, así como el deseo de explorar y de reintegrar el valor de la tierra en la vida cotidiana.
El futuro de los huertos se anuncia mejor que antes de iniciar el proyecto. Los cultivos han abierto la mente de quienes han estado en presencia de las hortalizas. La sensación de bienestar que aflora con las cosechas se prolonga ahora con la intención de muchos participantes que desean reproducir estos proyectos en sus casas y patios.
Desde ProArbol ya se anuncia en Valledupar la réplica inminente de un cultivo. El éxito de la primera fase ha hecho que el Servicio Forestal de Estados Unidos facilite este paso en adelante, y sin embargo, la visión de los gestores locales va mucho más allá de la simple extensión.
––Lo bueno para nosotros sería crear una red de huertos en la ciudad de Valledupar, en cada institución, en cada espacio verde ––argumenta Duver Vides––. Esto integraría más conocimiento, permitiría ese intercambio de semillas, o de experiencia técnica, y ayudaría la movilidad porque, al tener una red de huertos, se posibilitan los desplazamientos en bicicleta.
El periodista responsable de este reportaje recibe complacido una bolsa llena de hortalizas ecológicas. También la ambientalista invitada para la ocasión, Fabiola Fuentes –quien desde un principio acogió todos los detalles de este ambicioso proyecto con entusiasmo–, exhibe una notable satisfacción.
En las manos de ambos visitantes, las berenjenas y pepinos se convierten en una muestra de cercanía y fraternidad. No hay nada más gratificante que recibir alimentos sanos, producidos en la misma localidad, palpar su textura, dejarse embelesar por el color y el tamaño, y, luego, poder cocinarlos en casa o compartirlos con la familia. De repente, ellos también, simples testigos de los avances del proyecto, se convierten en multiplicadores de la buena nueva: la ciudad está produciendo algo bueno. Desde entonces, se dedicarán a esparcir la buena nueva por donde sea, deseosos de que estos cultivos se acaparen de los espacios vacíos, o abandonados, de la ciudad.
Al salir del colegio Leonidas Acuña, que colinda con el moderno centro comercial Mayales Plaza, el olor de la limonaria y el cilantro criollo refuerzan la idea de que el campo conquista el entramado urbanístico. Por lo visto, esa ciudad resiliente del Caribe -que anida todavía en las proyecciones de muchos conferencistas-, no es un sueño lejano. Ya se encuentra, viva y firme, en los proyectos de gestores ambientalistas…
Autor: Johari Gautier Carmona – @JohariGautier Fuente: El poder Transformador de los Huertos Urbanos